Fuente: Time Magazine

En 1973, Spitzer, profesor de la Universidad de Columbia, dirigió la ofensiva para que la homosexualidad no fuera incluida como un desorden mental en los manuales de diagnóstico. Un sector de la población hasta entonces considerada sexualmente patológica fue declarada de un golpe mentalmente sana.

Hace casi treinta años el psiquiatra Robert Spitzer logró en un instante que millones de estadounidenses se sintieran mejor. En 1973, Spitzer, profesor de la Universidad de Columbia, dirigió la ofensiva para que la homosexualidad no fuera incluida como un desorden mental en los manuales de diagnóstico. Un sector de la población hasta entonces considerada sexualmente patológica fue declarada de un golpe mentalmente sana.

Pero la semana pasada el doctor Spitzer dio un problemático paso que pareció contradecir su diagnóstico inicial. En un estudio presentado a la Asociación Psiquiátrica Estadounidense, APA por sus siglas en inglés, argumentó que es posible que homosexuales «muy motivados» puedan convertirse en heterosexuales. La APA se mantuvo rápidamente al margen de la investigación, que recibió la condena de grupos defensores de los derechos de los gays. Desde entonces, el trabajo ha desatado en la comunidad psicológica una tormenta que podría revelar más sobre métodos científicos cuestionables que sobre la orientación sexual.

El mayor problema con el estudio de Spitzer es cómo lo realizó. A través de encuestas telefónicas, entrevistó a 143 hombres y 57 mujeres que habían buscado ayuda -en algunos casos de grupos religiosos abiertamente contrarios a la homosexualidad- para cambiar su orientación sexual. Esas encuestas lo convencieron de que el 66 por ciento de los hombres y el 44 por ciento de las mujeres habían alcanzado un «buen funcionamiento heterosexual».

Las cifras sorprenden, hasta que nos damos cuenta de cuál ha sido el grupo de estudio. Sacar conclusiones sobre la homosexualidad a través de un conjunto de gays que procura hacerse heterosexual es como indagar cuál es la opinión pública sobre una religión encuestando a aquellos que se convierten a otra. Spitzer argumenta que, dado que el objetivo de su trabajo era demostrar que la conversión a la heterosexualidad es posible, el único método sensato era comunicarse con aquellos dispuestos a hacer el cambio. «La pregunta no era si todos pueden cambiar, sino si alguien puede hacerlo», dice.

¿Pero alguien llegó a hacerlo? Spitzer midió su «buen funcionamiento heterosexual» con un criterio decididamente subjetivo, preguntándole a los propios encuestados si sus experiencias heterosexuales eran satisfactorias. Estudios más rigurosos habrían buscado señales de excitación física ante la presencia de diversos estímulos. Asimismo, el trabajo aún no ha sido publicado ni analizado por sus colegas, dos obstáculos que las investigaciones deben salvar para ser tomadas en serio.

Spitzer sigue siendo el mismo investigador que era en 1973 y nada en su estudio sugiere que crea que la homosexualidad merezca un lugar entre las perturbaciones mentales. No obstante, su último trabajo parece alejarse de los conocimientos más aceptados por la comunidad científica. La mayoría de los científicos afirman que la sexualidad viene determinada por diversos factores, desde la estructura cerebral hasta el medio ambiente. Aunque los gays pudieran renegar de una clase de sexo y dedicarse a otra, eso no altera su orientación básica. «Es posible cambiar casi toda conducta humana», según el experto en genética Dean Hamer, de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, «pero cambiar el mecanismo subyacente es otro cantar». Un estudio presentado en la misma convención sobre el mismo tema concluyó que 178 de 202 homosexuales que buscaron cambiar no lo lograron. Spitzer defiende sus conclusiones e insiste en que no deben usarse para justificar un trato discriminatorio contra los gays. Pero su trabajo no ayuda a acabar con la discriminación que ya sufren los homosexuales.