Por Kim Pérez / tomado de: www.carlaantonelli.com

Me asusta ver que poco a poco quieren envolverme las cáscaras negras de la segunda soledad trans… de las trans realizadas, por mi gusto, para más inri.

La primera soledad fue la que casi todas y casi todos hemos pasado: el armario. Soledad porque no se podía hablar, ni aun cuando tuviéramos mil amigos, de lo único de lo que queríamos hablar. ¿Pero de qué te vale un amigo, aunque sea íntimo, cuando no puedes abrirle tu corazón y soltar tanta, tanta hojarasca y lágrimas amontonadas?

Luego viene el estallido de la liberación, la salida del armario, para quienes hayamos tenido la suerte de salir, y entonces, durante unos años, es una locura, tú eres trans en medio de trans, a las que necesitas para reafirmarte, «soy como tú» y para sentirte acompañada por las únicas personas que te pueden comprender de verdad en el mundo.

¡Qué disloque, para algunas y algunos, de salidas, de burlas, de desafíos, de orgullos, de maquillajes, de perfumes, de baile, de caderamen!

¡Y qué pandillas presumidas, atravesando las calles, las granvías, cinco o seis o siete trans, asombro de los viandantes, como nosotros, chicas y chicos, marchando por el Paseo de la Concha de San Sebastián para sumergirnos en una disco que hay al ras de la mar espumosa, o en la noche de Zaragoza, otros diez o doce, arrasando en los pubs, bailando, sudando, riendo, gozando de ser trans y estar juntos!

¡Qué bello!

¡Qué madrugadas blancas y felices y qué destinos los nuestros, rarísimos pero unidos!

Luego, viene la rutina, e increíblemente, llega la desbandada. Te acostumbras a tu nueva vida y es una vida como otra cualquiera. Ser trans se vuelve una anécdota, aunque no lo sea nunca para los otros. Pero te preocupas de otros motivos, piensas en otras cosas, lo mismo que el resto de la gente. Quizás en encontrar pareja…

Y te alejas de los trans y las trans. Quizás porque te hartas de verte en mil espejos que sacan, precisamente, tus imperfecciones, los que compartes con ellos o con ellas. Como decía una amiga mía, «¡ni tran, ni trin, ni tron!», porque le dio un ataque de rabia creo que por sí misma y por mí, sobre todo.

Ya no tienes nada que pedirles, que te confirmen tu identidad. Ya sabes quién eres. No necesitas que te acompañen. Ya estás segura, acostumbrada a todo, ya controlas. No tienes (o no sueles tener) sexo en común, como los gays o lesbianas. Resultado, cada cual por su sitio.

A las trans, el cuerpo no nos suele pedir guerra. Pues otra buena razón, para quedarte en casa, en la mesa camilla, tranquilita, viendo los programas del corazón.

Los trans sí quieren guerra, y la encuentran con sus parejas. Punto.

Empieza el invierno, nieve sobre el mar.

Tengo un amigo gay y dos amigas trans para vernos y para hablar. Más que suficiente. Me entienden, me acompañan. La noche gélida, polar, avanza. Pero se está calentita en casa.


¿Cuál es el paso siguiente?

Veo una pista. Las trans que hacen la calle no dejan de ser amigas, cuando son amigas (también pueden ser enemigas, como una que peló al rape a otra)

La vida es dura. La «vita di trans» es dura. Pero cuentan unas con otras. ¿Por qué? Se necesitan y se dicen: aquí estoy.

Pues las que estamos en nuestras casas, liberadas, no nos olvidemos de esta compañía, que todas y todos seguimos necesitando.

Y no nos olvidemos tampoco de que la soledad cómoda, con quinqué al lado del sillón, es una trampa insidiosa, silenciosa, que poco a poco nos va deshaciendo, nos va durmiendo, como un bebedizo, diciendo silenciosamente en nuestros oídos «estás a gusto, estás a gusto», hasta que de pronto revela donde nos ha dejado: en la soledad de la otra, en la tristeza, en la depresión.

Hoy, por fortuna, siento un sobresalto de alegría inesperada: vienen unas amigas a verme.

Vamos a hablar de lo nuestro. Mi mente y mi corazón se ponen en marcha.

Se me ocurren cosas. Me alegro.

Así que son trans. Que se han metido en mi misma vorágine. A unas y unos le va bien y a otras y otros les va mal… Pues aquí estamos.