Por José Carreño Carlón (*) / tomado de:www.etcetera.com.mx

Como consecuencia de una orden judicial que prohibió la publicación ­en Reino Unido­ del testimonio de un ex empleado real que sostiene haber visto al heredero a la corona británica en la cama con un hombre, el príncipe Carlos de Inglaterra vio cómo aquella orden judicial ­que supuestamente lo protegía, a iniciativa del otro involucrado, de la publicación de ese testimonio­ se revertía contra sí mismo al grado de ver obligada a su oficina a declarar públicamente a los medios que carecía de veracidad un testimonio que, por ley, no había sido publicado en los medios.

El país con una de las tradiciones jurídicas más consistentes en la protección de los derechos de quienes resultan afectados en su intimidad y en su imagen por el ejercicio periodístico ­y con la más antigua y sólida tradición democrática de respeto a las libertades informativas­ resultó reprobado en ambas asignaturas, en las percepciones públicas, por las leyes del mercado y el poder de las nuevas tecnologías.

Como consecuencia de una orden judicial que prohibió la publicación ­en Reino Unido­ del testimonio de un ex empleado real que sostiene haber visto al heredero a la corona británica en la cama con un hombre, el príncipe Carlos de Inglaterra vio cómo aquella orden judicial ­que supuestamente lo protegía, a iniciativa del otro involucrado, de la publicación de ese testimonio­ se revertía contra sí mismo al grado de ver obligada a su oficina a declarar públicamente a los medios que carecía de veracidad un testimonio que, por ley, no había sido publicado en los medios.

Se trataba de la pública negación de una versión no publicada, se mofaba hacia finales de noviembre un notable periodista británico: jamás se ha visto nada más absurdo; esto se recordará durante décadas, y con carcajadas, en las escuelas de periodismo de todo el mundo, publicó, en El País de España, John Carlin, de The Independent de Londres.

Para las percepciones internacionales, Gran Bretaña apareció de pronto en el peor de los mundos: con un fracaso en la protección del derecho a la propia imagen y en la salvaguarda del derecho a la intimidad del príncipe y de su supuesto acompañante de alcoba y, en paralelo, con un fracaso para la imagen democrática de un país que apareció como sometido a un régimen de censura ­por lo demás, ridículamente ineficaz­ de los medios, o de medios que se autocensuran (inútilmente) y se dejen intimidar (por nada y para nada).

En la era de la globalización, la red digital y la Europa supranacional, una ley contra el libelo, protectora de la privacidad, limitada a un alcance nacional, y una resolución judicial que no obligaba ni siquiera a los medios de todo Reino Unido ­los medios escoceses quedaban fuera de la prohibición­ sólo contribuyeron a dar mayor realce y visibilidad a lo que se quería ocultar: los británicos ­vía Internet y noticiarios continentales transmitidos por la red­ tuvieron a la mano los pormenores del testimonio contra el príncipe. Y lo más devastador: estos pormenores servían como respuestas inequívocas a los ingenuos acertijos en que se convirtieron las vaguedades, insinuaciones e incógnitas ­ésas sí autorizadas por el tribunal para su publicación­ sobre una investigación que involucraba a un miembro de la familia real en un affair sexual.

De manera similar en que las relaciones extramaritales del presidente Kennedy eran conocidas en los medios periodísticos estadounidenses de los primeros años 60 del siglo pasado, o las del presidente Roosevelt, en los 40, sin que dieran el paso de hacerlas públicas, la versión de un ex asistente del príncipe Carlos en su palacio de Clarence House, George Smith, sobre una supuesta relación homosexual entre Carlos y otro asistente, hoy consejero del príncipe, Michael Fawcett, no era nada nuevo en los medios periodísticos londinenses desde hacía más de un año, al grado de que, en aquel momento ­recuerda el periodista Carlin­ un portavoz de Carlos la había negado categóricamente, lo cual parecía haber silenciado a la prensa de una vez por todas.

Pero a diferencia de la prensa estadounidense de hace más de cuatro o seis décadas, que no atribuía valor noticioso a la intimidad de las personas o no consideraba la vida privada como tema de la agenda del debate público, el silencio de hace un año de la prensa británica nada tenía que ver con las puntuales delimitaciones de la Esfera Pública de Habermas, ni ­como dice Carlin­ «con el buen gusto, o la reverencia debida a la monarquía».

No publicaron nada entonces porque la ley que protege a las personas del libelo periodístico en Gran Bretaña había sido hasta ahora bastante eficaz. Más que en otros países europeos o que en Estados Unidos. La ley dice que si se publica algo contra alguien y el imputado recurre a la justicia por difamación, el medio que publicó la versión debe demostrar con pruebas contundentes que es verdad lo que publicó. No es suficiente simplemente decir que se actuó de buena fe. Tampoco tiene el afectado qué probar que el medio o el periodista actuaron con dolo. Ni se puede refugiar el periodista en la especie de que la información recibida permitía establecer que existían razones por creer que lo publicado tenía bases confiables.

Este aspecto ­el del ejercicio efectivo de los derechos de las personas afectadas por los procesos informativos­ ha enriquecido los hallazgos de la llamada sociología de las redacciones: la rama que investiga los procesos de toma de decisiones informativas y editoriales en los medios.

De los primeros resultados de estos estudios ­realizados frecuentemente con el llamado método de la observación participante, en el que el investigador actúa y participa confundido entre los operadores de la sala de redacción­ cotejados con los análisis de contenido de lo publicado y de las relaciones del medio con las audiencias, el mercado y los factores de poder, han surgido algunos de los conceptos más útiles para conocer las causas, los objetivos y los propósitos que conducen a las decisiones de los medios, así como las condiciones en que las adoptan:

a) Cómo se seleccionan los hechos o los dichos que se decide erigir en noticias o dejarlas pasar como tales (gatekeeping).

b) Los llamados valores noticiosos, la noticiabilidad del acontecimiento: desde la oportunidad y la cercanía de lo ocurrido con las audiencias hasta la relevancia de los involucrados: ricos, famosos, poderosos, influyentes de la vida política, financiera, cultural, así como los factores ­altamente noticiables­ de sorpresa, escándalo, conflictividad, controversia o negatividad del material sujeto a esta valoración (el barco que se hunde será la noticia del día y no los miles que diariamente llegan a puerto seguro).

c) Cómo se ordenan y jerarquizan las noticias (primming).

d) En qué marco o contexto (positivo, negativo o neutral) se presentan (framming).

e) Las cargas culturales, las adherencias ideológicas y las actitudes que lastran estas decisiones (etnocentrismo, racismo, sexismo, moralismo, macartismo, progresismo o la adicción a lo políticamente correcto).

f) Los intereses, las relaciones, los compromisos y las inclinaciones de quienes toman las decisiones ­desde los dueños hasta los reporteros, cabeceros, editores de sección y redactores de pie de grabado.

g) El peso del llamado news management de las fuentes informativas y de la acción de los spin doctors, la función de influir desde fuera en lo que publican y en cómo lo publican los medios. Se trata de personajes con acceso permanente ­directo, telefónico, social­ a los involucrados en los procesos de toma de decisión de los medios, desde propietarios y editores hasta reporteros. Los news managers suelen ser actores de la vida pública, cabezas o voceros institucionales, asesores, expertos o directores de comunicación, que concurren a la definición primaria de la agenda del debate público, a través de su concurrencia también en los procesos de toma de decisiones de los llamados definidores secundarios: los medios de comunicación.

h) Las rutinas profesionales de los medios y de sus operadores: patrones de búsqueda y cotejo de información, horas límite de entrega de material informativo y de cierre de edición, etcétera.

A este proceso de decisiones de los medios, a estas rutinas profesionales, a estas pautas dominantes de valoración de lo noticiable se refería recientemente Carlos Monsiváis, con sucinta precisión, al responder que él no había guardado silencio ­como se infería de la información publicada­ ante una serie de afirmaciones controvertibles de Mario Vargas Llosa en un encuentro reciente en Miami. Desde los corresponsales allí presentes hasta las centrales de las agencias de noticias internacionales y los editores de los medios nacionales decidieron que lo noticiable había sido sólo lo dicho por el personaje más famoso (Vargas Llosa) en los términos más escandalosos (sobre la corrupción en México) y no un debate ­que ocurrió allí pero que no fue valorado como noticiable­ con aportaciones y rasgos reveladores sobre el neoliberalismo en América Latina.

La sociología de las redacciones registró más tarde ­para retomar el tema del heredero del trono de Inglaterra y los medios­ la presencia física de los representantes del interés mercantil de las empresas mediáticas en la sala de toma de decisiones informativas y editoriales: los voceros de las áreas de circulación de los medios impresos, y de medición de audiencias (rating) en los audivisuales, quienes agregaron a los condicionamientos anteriores de valoración de lo noticiable, el factor de lo vendible para determinar qué publicar y cómo publicar las noticias. Los siguieron los voceros de las áreas de publicidad, a fin de ajustar las decisiones informativas y editoriales a las necesidades de conservar y ampliar la cartera de anunciantes en los espacios de los medios.

Finalmente, como anticipábamos líneas atrás, esta rama sociológica registró la llegada a las redacciones, para incorporarse a la toma de decisiones informativas y editoriales, de un asesor jurídico capaz de valorar los riesgos y los costos ­básicamente financieros­ del ejercicio efectivo de los derechos de las personas afectadas por los procesos informativos de estas empresas, como, en este caso, Michael Fawcett, el asistente y hoy consejero del príncipe Carlos, quien obtuvo la prohibición judicial de la publicación del testimonio que involucraba a ambos en el escándalo.

El periodista Carlin hace un recuento de estos costos en algunos medios británicos: el rockero Sting se llevó más de 100 mil euros tras la incapacidad del Sun de demostrar que alguna vez en su vida había consumido drogas. Elton John obtuvo 500 mil euros del Sunday Mirror tras haber publicado el periódico que padecía de bulimia. Cuando The Sun publicó que Elton John había tenido relaciones sexuales con menores de edad, el cantante ingresó la nada desdeñable cantidad de 1.4 millones de euros en su cuenta bancaria.

Y es a la presencia de este factor en las redacciones inglesas a la que Carlin alude al afirmar que los medios de su país decidieron, hace un año, no publicar la versión de Geoffrey Smith contra el príncipe y Michael Fawcett. Más aún, señala Carlin, porque Smith, un declarado homosexual, es un veterano de la guerra de las Malvinas con un historial de alcoholismo y trastornos mentales, lo que hacía muy riesgoso un juicio en el que un tribunal difícilmente decidiría que su testimonio es más confiable que el del príncipe o el de su asesor Fawcett.

Y como una aportación para un estudio de caso de una nueva sociología de las redacciones en la que los valores tradicionales de las noticias tienden a desaparecer de los procesos de toma de decisiones informativas y editoriales, el periodista Carlin reseña que causó gran sorpresa en los medios ingleses que de repente, hace tres semanas, el Mail on Sunday hubiera contemplado seriamente la posibilidad de publicar la famosa, pero bastante dudosa, historia de Carlos y Fawcett. Al respecto propone una hipótesis para explicar el proceso de toma de decisiones que condujo al Mail on Sunday a optar por publicar la historia: una mezcla de consideraciones económicas (el representante del Departamento de Circulación habría sostenido que con una historia así en primera página, las ventas ese día se duplicarían) y el peligroso cálculo de la asesoría jurídica, en el sentido de que quizá el príncipe no recurriría a los tribunales por temor a que a lo largo de un juicio salieran a la luz otras cosas que preferiría que no se supieran.

Ninguna consideración periodística aparecería en los procesos de toma de decisiones informativas y editoriales de una nueva sociología de las redacciones. Tampoco ninguna consideración a los derechos de las personas afectadas por estas decisiones, así sean, como lo recuerda Carlin, los hijos de Carlos y de Diana, que tanto han sufrido ya a lo largo de sus adolescencias.

Sólo los términos de una feroz competencia comercial, se registrarían en esta nueva sociología de las redacciones.

Y el valor del espectáculo sobre el valor de las noticias, con todo y lo discutible que éste haya resultado en la práctica en el pasado. Y aquí entraría el otro fenómeno mediático que domina informativamente al mundo de las semanas más recientes: la detención de Michael Jackson.

Gatekeeping, framming y primming del pasado ruedan bajo los ratings de la noticia de este hecho ocurrido en el condado de Santa Bárbara, en California: las imágenes de un Jackson esposado desplazaron en Estados Unidos a noticias como la visita del presidente George W. Bush a Reino Unido o las explosiones contra intereses británicos en Estambul que causaron 28 muertos, como lo reseñó Carlos Ramos para El País. Las tres principales cadenas estadounidenses de televisión (ABC, CBS y NBC) interrumpieron su programación regular para lanzar programas especiales sobre el último escándalo en torno al artista.

(*) José Carreño Carlón es director de la División de Estudios Profesionales de la Universidad Iberoamericana y titular de la Cátedra Unesco/UIA.
Correo: jose.carreno@uia.mx