Por Andrea Franulic

Segunda aproximación1 al libro del CEM2

Como historia oficial, es, fundamentalmente, un relato que perpetúa el silenciamiento de la capacidad de pensamiento autónomo en la historia de las mujeres y del feminismo como proyecto civilizatorio; es decir, silencia la posibilidad de una civilización distinta a la vigente. Homogeniza los enfrentamientos ideológicos que ocurren al interior del feminismo, y refuerza la permanencia en el poder de un feminismo tributario del proyecto civilizatorio de la masculinidad, aquél que se consolida en los años noventa y cuyos antecedentes se encuentran en las expresiones feministas con doble militancia (feminista y partidista) de los años ochenta.

Según Van Dijk, lingüista holandés, especialista en análisis crítico del discurso, ‘ideología’ ha sido sinónimo de “sistema de creencias falsas, equivocadas o engañosas” y el concepto comporta la siguiente polarización: nosotros tenemos el conocimiento verdadero, ellos tienen ideologías3. Si aplico esta polarización al libro del CEM, descubro que, para las autoras, las feministas que apuestan por un proyecto político propio, tienen ideología. Las que se pierden entre los proyectos políticos de la ‘masculinidad’4, poseen el conocimiento verdadero. Es decir, el libro se sustenta en una lógica dicotómica de dominio (masculinista).

Las autoras se sitúan, implícitamente, en un supuesto conocimiento verdadero y camuflan el lugar ideológico desde donde hablan; de esta manera, construyen una plataforma esencialista y presentan “su” historia como si fuera “la” historia del movimiento feminista chileno, representativa de las diferentes corrientes que lo constituyen y, peor aún, como si fuera la única mirada posible. Sin embargo, no es “la” historia del feminismo chileno, es su versión oficial, que sirve a ciertos intereses.

Como historia oficial, es, fundamentalmente, un relato que perpetúa el silenciamiento de la capacidad de pensamiento autónomo en la historia de las mujeres y del feminismo como proyecto civilizatorio; es decir, silencia la posibilidad de una civilización distinta a la vigente. Homogeniza los enfrentamientos ideológicos que ocurren al interior del feminismo, y refuerza la permanencia en el poder de un feminismo tributario del proyecto civilizatorio de la masculinidad, aquél que se consolida en los años noventa y cuyos antecedentes se encuentran en las expresiones feministas con doble militancia (feminista y partidista) de los años ochenta.

Las autoras refuerzan un ‘feminismo masculinista-femenil’. Este concepto, acuñado por Margarita Pisano, da cuenta de lo sumergido que está el feminismo en el sistema vigente. Pisano cuestiona las estrategias políticas de las feministas que empoderan o buscan la legitimidad del mismo sistema que las oprime. La pensadora profundiza el concepto de ‘feminidad’ que explicaría la esclavitud mental de las mujeres y de las feministas, y postula la teoría del monomio: la masculinidad inventa y contiene la feminidad; de ahí la imposibilidad de conseguir igualdades o diferencias pensadas desde un cuerpo varón, basadas en su lógica.

En el libro, la expresión más patética y misógina de este servilismo, es la invisibilización y descalificación permanentes a las feministas que apuestan por un proyecto político propio. Durante el relato de los años noventa, las descalificaciones contra las feministas autónomas son recurrentes, desenmascarando el neutro y mesurado lugar de la sociología5. En el último capítulo, usan el discurso de esta corriente, sin reconocer el lugar específico de donde viene y filtrándole su contenido transformador. Esto es ser cómplice del patriarcado de todos los tiempos; una complicidad triste por lo demás, basada en la obediencia y la sumisión.

Durante el relato de los años ochenta, analizan el feminismo, especialmente, como un movimiento de resistencia contra la dictadura; igualan las posiciones ideológicas entre las feministas y las llamadas ‘políticas’6 (término que me parece cuestionable), y presentan de manera indiferenciada a las organizaciones propiamente feministas y a las de doble militancia. Es decir, borran las relaciones de poder, las diferencias ideológicas entre unas y otras, y, de esta manera, entierran los atisbos de un feminismo civilizatorio.

Si bien es cierto que la década de los ochenta se caracterizó por la resistencia contra la dictadura y que el movimiento feminista fue parte activa del movimiento opositor, también es cierto que un sector de feministas trasciende la mera oposición al régimen dictatorial y se conecta con la profunda y larga historia de las mujeres. Éste fue el sentido de la Casa de la Mujer La Morada, que tuvo vida mientras apostó por un proyecto político propio, feminista y autónomo, tratando de desmontar las dobles militancias7.

Siguiendo la misma lógica, el feminismo de los noventa superaría al de los ochenta, al que califican de tradicional, clásico, centralizado, y lo representan organizativamente en la figura de los colectivos, resistentes al cambio. Todo suena a algo muy pasado de moda. Las autoras afirman que el feminismo de los noventa “se expande, complejiza y trasciende los límites de lo que antaño fuera considerado un movimiento social tradicional”. El feminismo de los noventa se caracterizaría por su inclusión, diversidad, multiplicidad, descentramiento, pluralidad, heterogeneidad y expansión. En otras palabras, por su amebiosis; enfermedad que, según Margarita Pisano, padece el feminismo actual. Miranda Fricker lo llama ‘feminismo postmoderno’, y lo analiza de la siguiente manera:

“Al feminismo postmoderno se le ha de atribuir el haber puesto en circulación (…) las ideas de que la identidad social está múltiplemente fragmentada (…) pero una concepción de la identidad social como fragmentada no está indisolublemente vinculada a la perspectiva postmoderna. En realidad, lo que para nosotros hace que la idea resulte aceptable es realmente algo que para el postmodernismo constituye casi un anatema, a saber, la aspiración a representar el mundo de manera verdadera, de captar los hechos (…) Los postmodernos propugnan usualmente una ontología social de la fragmentación no sobre la base de su fidelidad sociológica, sino sobre la base política de que cualquier otra ontología resultaría excluyente (…) En el postmodernismo feminista, por consiguiente, reconocer la diferencia implica satisfacer una obligación para con la inclusividad política más bien que con la adecuación empírica”8. Y afirma que el postmodernismo feminista o feminismo postmoderno corteja el conservadurismo.

Esta cita se relaciona con el tópico de la diversidad al que aluden constantemente las feministas, los discursos oficialistas y el sentido común instalado. La idea de la diversidad (y sus sinónimos) en boca de muchas feministas y su aparición insistente en el libro que analizo, me provoca incomodidad. Esta incomodidad se debe, en parte, a que justamente se trata de un tópico, es decir, una idea que se ha rigidizado, congelado, transformado en prejuicio. En consecuencia, no se cuestiona, profundiza ni se intenta comprender, al menos de parte de las personas que la usan casi como una muleta; en otras palabras, se da por supuesta. Y quienes la usan con tanta insistencia, instalan inmediatamente el territorio donde quieren que una se mueva y supuestamente dialogue… esencialismo otra vez.

¡Pobre de ti si te atreves a contradecir el tópico de la diversidad! Este concepto esconde otra dicotomía: si cuestionas la diversidad es porque eres una “sectaria”. Por eso es certero el análisis de Miranda Fricker, la diversidad es un hecho, un dato de la realidad; además, las feministas sabemos que el patriarcado se construyó borrando nuestras diferencias como mujeres. El problema es, como plantea ella, que se transforme en una obligación de inclusividad política, y es así como está ocurriendo.

La diversidad que postulan, plantea un falso igualitarismo: borra las diferencias ideológicas profundas entre las feministas. Las argentinas Magui Bellotti y Marta Fontenla afirman que la diversidad “…también ha servido para remitirnos a un espacio de indiferenciación, donde somos tan intercambiables la una por la otra que no existe posibilidad de individuación ni de construirnos como sujetas (…) No todas las diferencias son complementarias. La diversidad no es equivalente a ese pluralismo liberal en donde todo cabe y todo tiene igual valor»9. No olvidemos que, en nuestra historia, un feminismo ha cooptado y arrinconado a otro más rebelde. Esto sí es sectarismo. La masculinidad es una secta global.

Las ideas de diversidad e inclusión conforman un disfraz. El feminismo tributario del proyecto civilizatorio de la masculinidad, feminismo masculinista-femenil o feminismo postmoderno, la ‘corriente feminista institucional’ para las amigas… se enmascara y camufla entre la vestimenta ajada de la postmodernidad y sus consabidos tópicos.

En la instalada legitimidad de la sociología, este disfraz se re-viste con el nuevo concepto de ‘movimiento social’ que aparece en el libro, el de ‘campo de acción’. Este concepto envuelve la idea de que “las feministas hoy están en todas partes”: en la calle protestando o en el Banco Mundial haciendo lobby (‘advocacy’). Con esto quieren decir que una misma feminista puede usar una estrategia movimientista en determinado momento y puede usar la estrategia de lobby (‘advocacy’) en otro. En realidad, lo que quieren decir alude al más añejo y fracasado de los casos: la estrategia de la feminista que está en los pasillos del Banco Mundial se “complementa” con la que vocifera en la calle.

Este concepto es funcional al proceso de despolitización del feminismo (hecho muy político, por lo demás), en el sentido de que enmascara y justifica la acomodación de la mayoría de las feministas en las estructuras de poder masculinas, instituyendo la idea de que se puede hacer política desde el espacio laboral y sin necesidad de estar organizada. Si bien estas prácticas están asociadas a feministas que durante los noventa se las identificó como parte de una ‘corriente institucional’, con el concepto de ‘campo de acción’, se camuflan en el discurso de las diversas formas de organización, las diversas estrategias de acción y los diversos proyectos ideológicos, todos disociados entre sí.

El nuevo concepto de ‘movimiento social’, acuñado por Sonia Álvarez, feminista cubana que vive en EEUU, se acerca a la idea propiciada por las feministas autodenominadas Ni Ni: “ni de aquí ni de allá”, que, en realidad, siempre han sido De De: “de aquí y de allá”. Las Ni Ni (Ni las unas Ni las otras) se agrupan en el VIIº Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe que se organiza en Chile y tiene lugar en Cartagena el año 1996. A lo largo de la historia, las y los Ni Ni, residentes de todas partes, han constituido una máscara del poder, y el feminismo no es la excepción. En las Memorias del Encuentro de Cartagena, las conclusiones de los talleres de las feministas institucionales y de las Ni Ni, coinciden en que tanto unas y otras no explicitan posición ideológica alguna, y tanto unas y otras reducen el feminismo a un problema temático (derechos reproductivos, aborto, violencia), sin proyección civilizatoria.

El feminismo que se intenta reinstalar con la historia del CEM, se consolida, como dije antes, durante los años noventa y se sigue reciclando a través de las nuevas generaciones de “feministas” que surgen desde los cursos académicos del ‘género’. Es un feminismo esencialista, sectario, basado en una lógica dicotómica de dominio, tributario de la masculinidad. Y al igual que ésta, se enmascara y camufla tras el disfraz de la diversidad y sus sinónimos: pluralista, múltiple, heterogéneo, incluyente, descentralizado, expansivo… (amébico, niní, dedé); disfraz postmoderno que les sirve para desdibujar responsabilidades políticas e históricas.

Michel Foucault afirma que “… el discurso de lo histórico puede ser entendido como una especie de ceremonia, hablada o escrita, que debe producir en la realidad una justificación y un reforzamiento del poder existente”10. La historia del CEM refuerza el sistema de la masculinidad y sus revestimientos. Y éste es un dato de la realidad para quien lo quiera ver.

Por Andrea Franulic

1.- Existe una “primera aproximación” que titulé La cobardía feminista, ver en www.mpisano.cl/afuera
2.- Ríos, Marcela; Godoy, Lorena; Guerrero, Elizabeth; 2003: ¿Un nuevo silencio feminista? La transformación de un movimiento social en el Chile posdictadura. Editorial Cuarto Propio/CEM, Santiago.
2.- Centro de Estudios de la Mujer (CEM): centro de investigación académica, dedicado principalmente a la generación y difusión de conocimiento sobre la situación de la mujer, así como a la asesoría, capacitación y apoyo a distintos grupos y organizaciones de mujeres. Creado en 1983 en Santiago de Chile; paralelamente, se crea la Casa de la Mujer La Morada, cuyo proyecto fue de carácter político-feminista y movimientista.
3.- Van Dijk; 2003: Ideología y discurso
4.- Para el concepto ‘masculinidad-feminidad’ ver El triunfo de la masculinidad de Margarita Pisano en www.mpisano.cl
5.- El libro es una investigación sociológica, que relata la historia del movimiento feminista chileno.
6.- Este término se usó durante los ochenta para referirse a las feministas con militancia partidista.
7.- La Morada, impulsada y gestionada por Margarita Pisano, fue el referente ideológico y la residencia física del movimiento feminista chileno en los años ochenta.
8.- Fricker, Miranda: “El feminismo en la epistemología: pluralismo sin postmodernismo”, en Feminismo y filosofía, M. Fricker y J. Hornsby, Idea Books S.A., Barcelona, 2001.
9.- Bellotti, Magui y Fontenla, Marta: “Primeras miradas desde el interior de un Encuentro” en La correa feminista, n°16-17, primavera de 1997, CICAM, México.
10.- Foucault, Michel; 1993: Genealogía del racismo. Editorial Altamira, Buenos Aires.