Verónica QuenseHe estado esperando a que decante la sopa para  poder mirar detenidamente a través de aguas mas transparentes los fideos, los pedacitos de zanahoria, las papitas picadas y todo lo que forma el fondo de este brebaje que me dejó el corazón dado vuelta. Eso tuve que hacer para poder definir o redactar u ordenar lo que me pasó ese 25 de Julio en el interior de la catedral de Santiago. Y ésta sopa es una de las más deliciosas que me he tomado. Sabor a placer, desacato y  justa venganza, aliños pocas veces juntos. Sopa única.
Éramos mujeres casi todas las que entramos esa noche, por aquellas puertas abiertas y con nuestros criminalizantes carteles sobre legalización del aborto. La marcha, creímos, ya estaba terminada. Y esa entrada fue una decisión que tomamos simultáneamente, como si la aparición de aquella escena medieval en el lugar donde empezaba la historia chilena, fuera de un origen mágico y nosotras estuviéramos respondiendo a un llamado desde la ultratumba, que resonaba apenas en lo más recóndito de nuestra sangre. Lejanas y murmurantes voces de mujeres venían desde dentro. Y nuestros livianos pies pisaron un suelo  sagrado, en medio de celestes coros de altar y de una microfoneada y mal impostada voz de cura humilde. Entonces los murmullos fantasmales se convirtieron en gemidos y eran los gemidos mas tristes que jamás se escucharon. Una tristeza diferente a todas las conocidas. Tan lenta que parecía estar detenida. Como si no avanzara. Una tristeza sin tiempo. Y sin darnos cuenta, comenzamos a recordar poco a poco, hasta que pudimos verlas.
Eran mujeres con ropajes ultrajados, con cabelleras largamente decaídas, con ojos que debieron ver el peor de los terrores y con los labios tan fuertemente apretados que hacían de sus caras una extraña dolorosa mueca. Sus manos se extendían como si pidieran que alguien se las tocara, pues se veían en una soledad totalmente desamparada y tomamos sus manos y comenzamos a consolarlas, a abrazarlas a decirles que nosotras nos quedaríamos ahí con ellas.
Entonces después de un rato, que también fue un rato sin tiempo, se inició la rabia, esa aplacada a golpes de cultura y que su falta nos deja indefensas. Salió como un chorro de agua hirviendo, un géiser que nos sorprendió a todas y al que se le unía ya no el llanto de las hermanas muertas, sino que nuestra furia toda, una furia completa, de lado a lado y de arriba a abajo, ocupando todo el espacio que éramos. Y junto con ella se impulsaban también, toneladas y toneladas de miedo sin fe, que al llegar al techo abovedado se quemaban en diferentes colores, como un incendio de basural.
Castigadas, reprimidas, acalladas, esclavizadas, torturadas y quemadas lentamente en hogueras. Con sus nombres en el más absoluto silencio, pues ninguno de los hombres que escribieron crónicas en esos cuatrocientos años de crímenes católicos, se dieron el tiempo y el interés por saber algo de ellas. Y si algunas cosas quedaron inscritas, es casi por un error, pues aparecen sus muertes como una anécdota terciaria, como una coma o un punto seguido en el pobre y aburrido relato épico protagonizado siempre por el mismo héroe.
Luego, empezamos a escuchar risas, como si después de tantos años de hediondez a muerte e incienso, hubiera llegado un circo lleno de payasas y malabaristas bulliciosas y desordenadas, a romper en dos segundos el frágil e inmenso bloque de mármol negro que pesadamente hipócrita había aplastado todo.
Y reíamos con cada escultura nerviosa por algo de tambaleo, con cada virgen María que quería bajarse del pedestal, con cada parloteo del arzobispo que seguía la misa como si nada, con cada maravillosa  palabra hereje que gritábamos por aquí y por allá y que por momentos eran canciones de todas, con el confesionario hediondo a paja de cura morboso, que calló al suelo haciendo un estruendo del porte de todos los pecados atrapados en su encierro, con cada vieja pechoña que mas que nerviosas estaban aterradas arrancando por la puerta de atrás, porque las podíamos matar estas locas demoníacas que se escaparon quizás de dónde.
Pues sí, nos escapamos de cada uno de los sótanos de tortura escondidos debajo de las muchas lujosas catedrales del mundo. Escapamos desde dentro de “El Toro de Falaris” que era un animal de hierro ahuecado donde metían a las herejes  para luego prenderle fuego por debajo y calentarlo al rojo vivo mientras los gritos salían por la boca del toro simulando mugido; escapamos de la locura de “La Sierra” donde las colgaban de los pies, cabeza abajo, desnudas y luego comenzaban a aserrarlas desde la entrepierna hasta el ombligo; nos escapamos de “La Doncella de Hierro” una especie de ataúd que en la tapa tenia numerosos clavos que se iban enterrando en el cuerpo poco a poco mientras cerraban la tapa y quedaban lentamente atravesadas y también nos escapamos de los ganchos con que atrapaban sus senos hasta convertirlos en una masa informe y sanguinolenta y que seguramente provocaba varias erecciones en los curas presentes. Y mejor no sigo porque son demasiado desgarradores los gritos que escucho en este manicomio inventado por los mas sádicos criminales que han existido, los santos sacerdotes de la “Santa Inquisición”.
Y con respecto a las raíces de este odio señor arzobispo, y ahora me dirijo a usted ya que nuevamente anda tras una cacería de brujas, su libro sagrado es un elocuente testigo de él. Es la prueba que lo condena. Aquí apenas tres versos de los muchos que usted, estoy segura, se sabe de memoria:
Cor. 7:4, 5, “La mujer no tiene autoridad exclusiva sobre su propio cuerpo, porque ella pertenece a su marido”
Prov. 12:4, «La mujer virtuosa es corona de su marido; mas la mala, como carcoma (podredumbre) en sus huesos».
Levítico 15:19-20, “Y cuando la mujer tuviere flujo de sangre, y su flujo fuere en su carne, siete días estará apartada; y cualquiera que tocare en ella, será inmundo”.
Y para no seguirlo aburriendo con un tema que usted y los suyos manejan al dedillo, contaré al público lector, seguro muchos ignorantes de las verdades católicas, las palabras de un importante padre de su iglesia, San Agustín de Hiponia: “Las mujeres no deben ser iluminadas ni educadas en forma alguna, de hecho debieran ser segregadas ya que son causa de insidiosas e involuntarias erecciones de los santos varones”.
Dos más dos son cuatro.
Por lo tanto señor Ezzati debería estar agradecido de que no le destruimos completamente su templo y que no dañamos la vida de nadie, porque no está en nuestra  genética de mujer sucia, mala, tonta y lujuriosa, el asesinato. Aunque ustedes sólo merecen ser condenados, pues han sido una de las sectas mas dañinas que le ha pasado al mundo.
Así que monseñor, mejor cállese la boca cuando se le venga a la lengua la palabra respeto, cállese la boca cuando se le venga a la lengua la palabra  profanación,
la palabra tolerancia, la palabra violencia o la palabra odio, pues lo único que le queda a su iglesia es el silencio más absoluto y para siempre. Y si la impunidad le sigue los pasos hasta el día de hoy, es sólo gracias al terror que aún mantienen en esos pobres seres faltos de dignidad que son sus feligreses, pues el miedo los deja lejos del derecho a pensarse a crearse y por lo tanto a amarse.
Y hágame el favor de no llamarnos “los anarquistas abortistas” que profanaron su iglesia, sino que “las anarquistas abortistas”, porque fuimos casi todas mujeres ( y solo unas pocas eran anarquistas) las que decidimos entrar a su cueva esa noche y sin ningún demonio hablándonos en la oreja, como aseguraban sus antepasados criminales, de las estúpidas que el maligno engañaba.
Y otro favor: no se moleste en rezar por nosotras, como le ha pedido a sus ovejas lo hagan, porque primero, sólo a las ovejas les sirven los rezos de ovejas y ninguna de nosotras lo es y segundo, porque felizmente, sí sabíamos lo que hacíamos.
Este pequeño gesto de justicia es apenas un suave pétalo luminoso que calló en su profundo y extenso océano de tinieblas y fue lanzado por las muertas y vivas que saben lo que ustedes son.
Verónica Quense
Agosto 2013